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Trump cumple 100 días de venganzas y amenazas consumadas

Una de las frases fetiche de la Administración de Donald Trump, que atraviesa la simbólica frontera de los primeros 100 días en el poder, dice: “Promesas hechas, promesas cumplidas”. La pronunció este martes por enésima vez la portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, con la agresiva suficiencia con la que suele tratar a la prensa crítica. “Este ha sido sin duda el comienzo más histórico de una presidencia en la historia de Estados Unidos”, añadió, en otra prueba de que Leavitt, como su jefe, tiene una conflictiva relación con la verdad, además de prisa por adelantarse a los acontecimientos. Aunque algo sí es cierto: 15 semanas después de su regreso al poder por segunda vez, el republicano ha acometido entre el caos y el trauma, con resultados a menudo desastrosos y provocando cambios tal vez irreversibles, casi todas las empresas que prometió que emprendería en campaña para rehacer con deje autoritario el experimento estadounidense.

Pero, sobre todo, ha cumplido con sus amenazas. Prometió que llegaría al Despacho Oval a lomos de la revancha y dijo que tacharía todos los nombres de su lista de enemigos. Y así lo está haciendo, con una saña y una rapidez que han cogido por sorpresa incluso a los más agoreros de entre los que escuchaban sus interminables mítines hasta el final y entre quienes leyeron como una novela realista y no como una distopía el Proyecto 2025, un programa ultraconservador del que el candidato quiso desligarse para no espantar a los votantes indecisos y moderados. Los mismos que le dieron un triunfo que él interpretó como un “mandato poderoso y sin precedentes” (en realidad, pese al triunfo rotundo en el voto electoral, no hubo para tanto en el popular) para sacar adelante su programa de demoliciones. Los mismos que la someterán a examen en la próxima cita con las urnas, en las elecciones legislativas del próximo año.

Alentado por esa supuesta legitimidad, Trump, cuyos índices de aprobación registran mínimos históricos, la ha emprendido con los migrantes, que para su Administración parecen ser solo de un tipo, “ilegales y criminales”, y merecer una única suerte, la deportación; da igual si son niños, ciudadanos y enfermos terminales o si viajan, como Kilmar Abrego García, por error rumbo a las catacumbas de una cárcel en El Salvador sin garantías legales.

El presidente ha desatado una guerra comercial de amenazas incumplidas y de marchas atrás en la imposición de aranceles que parece empujar a la recesión a la economía global en nombre del ideal de Estados Unidos primero (America First). Ha puesto patas arriba el orden mundial posterior a 1945 y pulverizado la fe en el poder blando y en las reglas del decoro, zarandeando a viejos aliados en la paz (Europa) y en la guerra (Ucrania), empujando la política exterior de Washington a la órbita del gran rival (Rusia) y desempolvando ansias expansionistas propias de otro siglo en Groenlandia, Canadá y Panamá, mientras deja amplias zonas de influencia libres para China, la potencia enemiga.

Trump se ha enfrentado con los jueces, sobre los que ya pesa la amenaza de la cárcel, y ha sometido a la democracia estadounidense a un test de estrés que aún no está claro que pueda soportar. La ha tomado con las firmas de abogados con las que tenía cuentas pendientes; con las universidades, bajo el pretexto del antisemitismo y como parte de una corriente antiintelectual del conservadurismo estadounidense que viene de lejos. Con estudiantes simpatizantes de la causa palestina, mientras sueña con convertir la franja de Gaza en la Riviera de Oriente Próximo; con los museos que reajustaron sus relatos para contar el racismo sistémico del país; con la cooperación exterior; con los funcionarios, a los que ha aplicado la motosierra de recortes de Elon Musk; con los medios no alineados con sus ideas; o con las personas trans, a las que niega el derecho a existir.

La lista es larga e irremediablemente incompleta, y ha provocado un escalofrío en Estados Unidos (o al menos, en ese Estados Unidos que no profesa el culto MAGA) que recuerda a aquel poema de Martin Niemöller que empezaba: “Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, ya que no era comunista…”. Entre científicos o funcionarios que aún no han sido purgados, titulares de visados, residentes temerosos de perder su estatus o turistas ansiosos que hacen la cola de inmigración cunde la pregunta: “¿Seré yo el siguiente y será ya demasiado tarde?”.

Si algo une todas esas “disrupciones”, que es como la neolengua trumpista esconde el “abuso de poder”, es que Trump las ha lanzado a golpe de decreto, ampliando el poder ejecutivo de la institución que representa, alentado por una decisión del Tribunal Supremo, cuya supermayoría conservadora dio al presidente estadounidense inmunidad parcial a los actos de quien ostenta el cargo. Ese fallo sirvió para despejar el camino de regreso de un delincuente convicto a la Casa Blanca. Hoy sirve de justificación para la brutal estrategia de un retorno con las lecciones aprendidas de la primera vez: estirar las costuras del sistema —también de la Constitución, con iniciativas como la de acabar con la ciudadanía por nacimiento que protege la Decimocuarta Enmienda—, para ver cuántas de esas profundas transformaciones da después por buenas el Supremo.

La fijación por los primeros 100 días como vara de medir el éxito de un presidente se la debe la política estadounidense a Franklin Roosevelt. A Trump le gusta colocar los suyos en la perspectiva de los de su predecesor demócrata, cuyo ímpetu reformador carece, o carecía, de precedentes. Entre uno y otro hay muchas diferencias, más allá de la obvia: si aquel hizo historia como el hombre que amplió el alcance del Gobierno para sacar al país de la Gran Depresión, este ha empleado buena parte de sus primeras energías en demolerlo.

¿Volver a presentarse?

Tal vez la distinción de mayor calado es que Roosevelt, que fue reelegido excepcionalmente hasta tres veces (y ahí a Trump, que coquetea con la idea de saltarse las normas y volver a presentarse de nuevo, también le gusta mirarse en ese espejo), contó para muchas de sus reformas con el apoyo del Congreso, mientras que Trump ha ignorado al Capitolio, pese a que su partido controla ambas Cámaras.

La evidente irrelevancia del Congreso (a la que contribuye un Partido Demócrata en minoría, desnortado y sin líder) es uno de los cambios que Trump ha operado en el sistema estadounidense cuyos críticos se temen irreversibles, incluso si en los 1.361 días de mandato que aún le quedan cambiase de rumbo, obligado por los mercados o por la tozuda realidad. Hay serias dudas de que si un presidente más moderado lo sucede en el cargo pueda restaurar partes de la Administración destruidas o renovar compromisos como la ayuda al desarrollo. Los reajustes en el tablero internacional derivados de este nuevo Estados Unidos obedecen, por su parte, a la necesidad de buscar nuevas alianzas en vista de la volatilidad de las viejas, y eso también podría ser una huida hacia adelante sin marcha atrás posible.

La frontera de los 100 días es habitualmente una excusa para hacer balance y certificar si el beneficio de la duda que otorgan los votantes al nuevo presidente ha vencido ya. Trump llega a este rito de paso entre encuestas que hablan de aprensión sobre su manejo de la economía y de la frontera, que ha cerrado de facto, algo que deseaba una mayoría, pero parece que no al coste de imponer un régimen de terror y disuasión que ha pasado factura al turismo.

En su caso, los 100 días también sirven para frotarse de nuevo los ojos por unas semanas llenas de acontecimientos insólitos, en las que se ha visto en el Despacho Oval a un niño de cuatro años, el hijo de Musk, colaborador aparentemente en retirada, la Casa Blanca convertida en un concesionario de Tesla, centenares de deportados en un vídeo de película producido por Nayib Bukele, de El Salvador, o a los líderes de la primera potencia mundial humillar ante el mundo a un aliado, el ucranio Volodímir Zelenski.

Por eso, no parece buena idea apostar sobre lo que sucederá en los próximos 100 días, aunque sí se pueden aventurar más batallas en los tribunales para detener la agenda presidencial. En ese periodo, además, cerrará el curso del Supremo, con asuntos pendientes con Trump que pueden ser trascendentales.

Su Administración ya ha anunciado que habrá más “acuerdos comerciales y de paz y recortes de impuestos”. “Se avecina más grandeza estadounidense”, según Leavitt, la portavoz de Trump, que, además de ansiedad por adelantar acontecimientos, en estos 100 días ha demostrado ser una fiel practicante de las tres reglas que el abogado Roy Cohn regaló a Trump. En especial, de la tercera: “Pase lo que pase, canta victoria y nunca te des por vencido”. No está claro que esta vez vaya a bastar a Trump para salvar los muebles, aunque nunca se sabe con el gran mago contemporáneo de la prestidigitación política.

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