Recuerdo que en otoño de 2014 alguien me dijo “me alegro de que la Iglesia dedique su capacidad intelectual a cosas útiles, que ayuden a las personas”. Era una persona católica practicante, con un gran compromiso social y una muy buena formación teológica.
Era un tiempo en que se hablaba con fuerza de la economía del bien común, el tiempo en el que comenzaba a vislumbrarse el trabajo de la Academia Pontificia de las Ciencias en una inminente encíclica sobre el hombre y los ecosistemas. Un tiempo en que el nuevo Papa denunciaba el cementerio para gente desesperada en que se había convertido el Mediterráneo, escuchaba con atención a Naomi Klein y debatía con el gobernador del Banco de Inglaterra sobre la tragedia del horizonte que el cambio climático representaba para el sistema financiero.
El año 2015 llegó cargado de esperanza. La Laudato si tuvo un gran impacto y logró sintetizar valores económicos y morales, humanismo y ciencia, reflexiones y conclusiones ecuménicas con las que la mayor parte de las personas podíamos sentirnos representadas. La encíclica subrayaba la importancia de mantener el equilibrio entre el hombre y el resto de la creación; la justicia entre generaciones y entre quienes vivimos en una misma generación; y Francisco nos recordaba que no somos responsables de la custodia de un museo sino cooperadores imprescindibles en la protección de la vida y la biodiversidad. Cuidar nuestra casa común ya no era solo una cuestión de ecologistas o académicos. Razones económicas y morales nos convirtieron a todos en cómplices de un cambio que sabíamos imprescindible.
Aquel año, al eslogan de “no hay Planeta B”, añadimos logros sin precedentes en la cooperación multilateral. La totalidad de los países miembros de Naciones Unidas nos comprometimos a trabajar para erradicar la pobreza, asegurar la educación y otros quince grandes Objetivos de Desarrollo Sostenible. Establecimos metas para fortalecer la seguridad y la alerta temprana frente a los grandes desastres naturales en el marco de Sendai. Y todos, tras una maratoniana y audaz negociación, alcanzamos en París un acuerdo para luchar contra el cambio climático aportando cada cual según su capacidad para no superar un incremento medio de la temperatura global de 1,5 grados; destacando la solidaridad y la transparencia, así como la necesidad de que, paulatinamente, todos los flujos financieros mundiales fueran compatibles con la seguridad climática.
Es difícil encontrar otro año así. Desde la caída del muro nunca había habido un momento tan esperanzador para tanta gente.
Por fin ―pensamos― habíamos logrado establecer los pilares de un cambio profundo en nuestro modelo de desarrollo para hacerlo mucho más justo y respetuoso.
Han pasado diez años. Y hoy, como nunca antes, la agenda verde ―la de la “casa común”― es cuestionada, la ciencia y los científicos son denostados en público ―incluso desde posiciones institucionales relevantes―, se habla con desprecio del “globalismo”, los migrantes son tratados como delincuentes y asistimos atónitos al bombardeo masivo de población civil indefensa.
¿Fue 2015 una ilusión? No, ciertamente no. Fue la afirmación férrea y convencida del poder de la razón y el compromiso. Ha supuesto avances incuestionables en todos los frentes. Pero también marcó un camino complejo, de cambio profundo y lleno de dificultades; un cambio que solo es viable si viene acompañado de un valiente compromiso social. Fue, probablemente, el resultado en el que no creyeron quienes hoy se oponen envalentonados tras años de ataque y menosprecio, obviando que ninguno de los problemas identificados entonces ni las crisis sanitarias globales o las amenazas híbridas que hoy conocemos mejor son resolubles al margen de la cooperación y la ciencia.
Paradójicamente, la última audiencia en la agenda del recién fallecido papa Francisco fue con uno de los protagonistas de esta contrarreforma, quizás destinatario privilegiado de sus últimas palabras pronunciadas en la plaza de San Pedro. Palabras dedicadas a quienes sufren, a los migrantes y a la población civil indefensa ante los bombardeos y el uso de la ayuda humanitaria y el hambre como armas de guerra.
Porque ante la contrarreforma, corresponde hablar con la voz alta y clara, reivindicando la acción climática y la protección de la biodiversidad, la reducción de desigualdades y la dignidad de las personas, un orden internacional basado en reglas y decisiones tomadas de forma transparente sobre la base del conocimiento y la ciencia.
Por eso, por las cosas que importan, no queremos volver a tiempos oscuros, sino trabajar en la construcción de un horizonte compartido que no ha de ser trágico, sino el dibujado entre todos hace ahora diez años.
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