A medio camino entre el simbolismo y el tipismo canario, entre el apego a la que fue su tierra natal y el cosmopolitismo, Néstor Martín-Fernández de la Torre desplegó en su trayectoria necesariamente breve (vivió entre 1887 y 1938) un gran talento para el dibujo y un interés hondo tanto por la naturaleza y el mar como por la sociedad de su época.
Muy pronto, en 1901, se trasladó a Madrid para formarse junto a Rafael Hidalgo de Caviedes y conocer a fondo las colecciones del Prado, y no mucho más tarde acudió a Londres, donde se interesó sobre todo por las creaciones de Whistler y Rossetti. Tras esa estancia británica, en 1907 se asentó en Barcelona, donde continuó su formación, participó en muestras internacionales y pudo presentar su primera individual: en el Círculo Ecuestre.
Dos de sus series pictóricas fundamentales comenzarían a gestarse en esa década de los diez y sus títulos ya avanzan su impronta lírica: nos referimos a Poema del Atlántico y Poema de la Tierra, las dos inspiradas en versos de Tomás Morales y en su propia querencia por el paisaje. Y su trabajo sobre lienzo lo aunó con incursiones en la escenografía y la decoración, especialmente en su Canarias natal: para el Teatro Pérez Galdós de Las Palmas, el Casino de Santa Cruz de Tenerife o el complejo Pueblo Canario, que no llegó a ver inaugurado. En este terreno, Dalí llegó a citarlo como inspiración.
En colaboración con dos centros de esa región, el Museo Néstor de las Palmas y TEA. Tenerife Espacio de las Artes, el Museo Reina Sofía brinda a Martín-Fernández de la Torre la retrospectiva “Néstor reencontrado”, que ha comisariado Juan Vicente Aliaga y que quiere dar a conocer su producción entre un público amplio, revisando sus aproximaciones al modernismo, el decadentismo y el simbolismo y una tendencia hacia la sensualidad que chocaba con los estándares generales de la pintura de su tiempo. Ese desafío tuvo que ver con que Poema de la tierra, conjunto inacabado, apenas se expusiera por su contenido erótico.
Tanto aquella serie como Poema del Atlántico, cuyos ocho lienzos sí se mostraron, se caracterizan por sus grandes formatos y por el protagonismo dado al cuerpo, tanto al masculino como al femenino, que fundía en composiciones a las que dotaba de fantasía y barroquismo, intercalando referencias a la masonería y la flora y la fauna canarias.
Apreciaron en su momento su trabajo Eugenio d´Ors, Lorca y Dalí y París, donde residió unos años junto a su pareja, el músico Gustavo Durán, propició su despegue internacional. No regresaría a Las Palmas hasta que problemas de salud, sentimentales y económicos impulsaron su vuelta y con su muerte temprana comenzó su olvido.
La exhibición repasa cronológicamente su legado, comenzando por unos inicios en los que, a la vez que demostraba su destreza en la práctica del dibujo, buscaba su identidad. Bajo las enseñanzas de Eliseu Meifrén realizó marinas; bajo las de Hidalgo de Caviedes, retratos a veces familiares y escenas de calle.
Entre sus primeras composiciones destaca Adagio (1903), una indagación en el universo simbolista a través del mito, sexualizado, de Leda y el cisne. También se aproximó al impresionismo en Calle Mayor de Madrid (1904).

Inmerso después en la vida cultural catalana, adoptó una paleta muy viva en La hermana de las rosas (1908) y el Retrato de Enrique Granados (1909-1910). En el Reina Sofía vemos también Epitalamio o las bodas del príncipe Néstor (1909), amplio autorretrato donde presenta dos figuras cogidas de la mano: la propia y su versión travestida y feminizada, así como la pieza del mismo año El Jardín de las Hespérides, inspirada en el poema l’Atlàntida de Jacint Verdaguer, muy apreciada cuando se expuso en la Sala Parés, y ligada a Burne-Jones en su tendencia a las líneas curvas.

Le interesaron los personajes ambiguos y refinados, que mostraba etéreos y sensuales y que le permitieron convertirse en un artista reconocido, aunque no siempre elogiado, justamente por su inclinación por lo decadente. Su producción evocaba cierta literatura con la que compartía algunos rasgos; su obra más atrevida en ese sentido será Los siete vicios (1913), de fondo homoerótico, que acompañaba un poema de Rubén Darío. Puede que se autorretratase, igualmente, en Oriente (1912-1913), en la figura del turbante envuelta en un beso.
Las citadas series de Poemas las realizó durante toda su vida. Respondían a una voluntad con mucho de utópica: la de levantar una especie de capilla, el Palacio de los Elementos, donde presentar cuatro grandes murales dedicados a las cuatro estaciones y a los cuatro momentos del día, esto es, la aurora, el mediodía, el crepúsculo y la noche.
Condensan sus rasgos fundamentales: un simbolismo cercano al surrealismo primero, alusiones a los principios de la masonería, un erotismo exuberante y mayormente homoerótico y una exaltación de lo canario.


Si en las ocho telas que integran Poema del Atlántico o El poema del mar (1923) observamos peces junto a jóvenes desnudos suspendidos en las aguas, evocando sueño, pesadilla, temor y placer, en el Poema de la tierra se advierten el simbolismo masónico y una representación vasta de la sexualidad a través de cuerpos que concilian el género femenino y el masculino, de nuevo con el paisaje canario como telón de fondo.
Fue también en sus imágenes femeninas donde este autor mostró cómo, más allá de etiquetas, había consolidado un estilo propio, aunque siempre fuera consciente de la importancia de satisfacer al mercado para su propia supervivencia.
A ese fin responden las pinturas, dibujos y grabados en los que representó a la mujer española vestida con ropas tradicionales de maja o manola, pero sin cosificarla ni mostrarla sometida: las modelos de Mantillas (1915) o El garrotín (1928) ofrecen, de hecho, músculo. En este capítulo contemplaremos también Señorita Acebal (1914), de aire simbolista, o Marquesa de Casa Maury (1931), cercana al art decó cosmopolita.

Recoge igualmente esta retrospectiva su serie de sátiros La mitología, que por su tema legendario le permitió plasmar los deseos menos fáciles de admitir; dota a esas figuras de una libidinosidad osada presente en gestos y miradas. Y algunos proyectos escenográficos: sus bocetos para El amor brujo de Falla, estrenado en el Teatro Lara en 1915, ofrecen su versión más vanguardista a través de atmósferas espectrales muy lejanas a los montajes costumbristas de la época.
Doce años más tarde, en 1927, colaboró con la bailarina Antonia Mercé, la Argentina, en El fandango de candil, que se estrenó con buena acogida en Francia y Alemania. Sus encuadres se basan en la estética fotográfica de la Nueva visión y el cine expresionista alemán, que supo conjugar con la tradición, como ocurriría después en la producción Triana, de los Ballets españoles de la citada Mercé con música de Isaac Albéniz que, en 1929, se presentó en la Opéra-Comique de París.
Una innovación plena la veremos ya en La sirena varada, solo algo anterior a la Guerra Civil, en la que Néstor Martín-Fernández sumó elementos cercanos al repertorio surrealista, como el ojo, la oreja, los labios o las alas.
Otro capítulo a mencionar en su obra diversa fueron los murales, que habrían de servir a su lema de lograr “una vida rodeada de belleza”. Desde joven comenzó a decorar los espacios familiares, y en 1909 crea su primer conjunto significativo de estas piezas para la Sociedad El Tibidabo, que incluía el plafón El jardín de las Hespérides. Cuando se instaló en Madrid, decoró su estudio con otro mural que incorporaba textualmente una máxima simbolista, “Es necesario que hagamos de toda la vida una obra de arte”, junto a detalles renacentistas inspirados en Botticelli y Miguel Ángel. Los que realizó para el Teatro Pérez Galdós presentan figuras clásicas como Apolo y las musas o sensuales efebos rodeados de frutas y aves, y el último que llevó a cabo lo cobija el citado Casino de Santa Cruz de Tenerife (1932-1936).
Creía Néstor en la unidad de las artes y en el rol de estas para suscitar atmosferas refinadas; también seguramente en sus múltiples opciones para desafiar el tipismo desde dentro.


“Néstor reencontrado”
MUSEO NACIONAL CENTRO DE ARTE REINA SOFÍA. MNCARS
C/ Santa Isabel, 52
Madrid
Del 14 de mayo al 8 de septiembre de 2025
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