Con la defensa de romería, el centro del campo viendo pasar las balas y la delantera desconectada, el Real Madrid se levantó en Sevilla, donde todo resucita al tercer día, de una montaña de cadáveres y puso a bailar a un equipo mejor, más conjuntado, más enrrachado, más feliz, vivo en todas las competiciones. Lo hizo el Madrid como un gigante absurdo y demoledor, a fuerza de escudo y de historia, a fuerza de pura velocidad. Qué partidazo y qué dos equipos: uno jugando al fútbol y otro jugando a ser el Madrid más que nunca. Muchas veces ganó el Madrid con eso, también al Barça, también la Champions. No llegó este sábado porque el fútbol del Real es hoy mínimo, pero qué partidazo.
El Madrid llevaba desde la lesión de Carvajal con una parada de metro en la banda derecha tan apetecible que comercialmente se llegó a hacer en ese carril un festival indie sin que se enterase el portero si Tchouameni tenía el día bueno; si lo tenía malo, había reventa. Pues bien: la banda derecha del Madrid en una final contra el Barcelona fue Lucas Vázquez y Rodrygo, o sea Los Planetas en Benicàssim 1999. Y así empezó el partido, con el Barça petado de pulseras. Luego salieron The Strokes, pero esa es otra historia.
Tuvo un respirito el Madrid en la primera parte, el típico momento feliz en una cita en la que todo va mal, de repente tu pareja se entera de que sabes tocar el piano y, cuando te sientas, resulta que lo que sabías tocar eran los platillos. Contragolpe del Barça, jugadón de Yamal y ojo a la defensa del Madrid: todos tapando a Courtois para que no remate el belga. Apareció Pedri tan solo que, antes de pegarle al balón, miró a los lados con la misma inseguridad vial con que Armstrong pisó la luna, con permiso de Javi Poves.
Se percibe el ambiente de un partido por las motivaciones de su grada, por ejemplo la madridista. “Sí se puede” después de un despeje, “vamos” después de una parada, “los tenemos” después de una falta a favor en campo propio. Un despropósito que había que creerlo para estar delante. Se lesionó Mendy y salió Fran García para tapar a Yamal. El Sonorama.
Y así llegó la segunda parte. Dijo Fitzgerald que no había segundos actos en la vida de los americanos. Nunca visitó Madrid, quizá para no encontrarse a Hemingway. El Real abrazó su leyenda a base de presión y cambios con Güler, Modric y Mbappé. El Madrid puso a rugir Sevilla. El Madrid en esencia, el único club del mundo que cuando no sabe qué hacer con el balón sabe qué hacer con la grada. Y arrancó lo que casi siempre arranca: el club más vibrante y absurdo que vio la historia del fútbol; el club que gana porque cree que va a ganar, nada más: como si Dios empezase a creer de golpe en sí mismo.
Qué minutos, qué felicidad, qué pura euforia estos tíos que han doblado la rodilla a Europa seis veces en diez años cuando se les ha metido en la cabeza. Qué gusto verlos y qué gusto ver a esa grada creyéndose lo imposible una vez más. Lo que ha hecho este Madrid con fútbol, y no digamos sin fútbol. Un respeto.
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