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Michael J. Sandel: “A Trump no se le frena con la ley, sino con la política”

Algunas de las claves del nuevo mundo que se dibuja en los cien primeros días de la segunda presidencia de Donald Trump se encuentran apuntadas, a lo largo de las décadas, en la influyente y premonitoria obra del filósofo político Michael J. Sandel (Mineápolis, 1953). Desde El descontento democrático, que a mediados de los noventa cuestionó aquel optimista fin de la historia, hasta La tiranía del mérito, que indagó más de veinte años después en un legítimo resentimiento de las clases trabajadoras, cuyas desastrosas consecuencias se despliegan ahora con fuerza. En su despacho de la Universidad de Harvard, convertida en foco de resistencia ante “la amplia ofensiva contra la sociedad civil” de un presidente desatado, este referente del pensamiento progresista contemporáneo conversa con EL PAÍS, por videoconferencia, sobre el alcance de los destrozos y la magnitud de los desafíos.

Pregunta. Hace un año ya advertía usted de que, en un segundo mandato, Trump sería aún más peligroso. Más eficiente, menos incompetente, y con menos gente alrededor dispuesta a contener sus peores impulsos.

Respuesta. Desafortunadamente, esa predicción se ha revelado cierta. En su primer mandato era un magnate inmobiliario y una estrella de la telerrealidad que no tenía ni idea de gobernar. Y nombró a alguna gente más o menos responsable, que tenía algo de respeto al imperio de la ley e impuso cierta contención. Pero su derrota en 2020 le enfadó y amargó. Le avergonzó hasta tal punto que negó su derrota. En la última campaña, dijo abiertamente que su segundo mandato sería una venganza. Y se ha rodeado de gente que básicamente le ofreció una hoja de ruta para obtener venganza usando todos los poderes de la presidencia, incluso algunos que no pertenecen a la presidencia bajo la Constitución. Estamos viendo un proyecto de venganza más amplio incluso de lo que podía anticiparse.

P. ¿Diría que está deliberadamente testando los límites del poder presidencial?

R. Sí. Sabe que los casos llegarán a los jueces federales. Casos contra las deportaciones sin garantías legales, contra las cancelaciones de los visados de estudiantes, contra el despido arbitrario de trabajadores federales… La manera de extender su poder es sencillamente violar los límites tradicionales de la presidencia e inundar con casos los tribunales. Perderá algunos, pero ganará otros. Y en última instancia decidirá el Tribunal Supremo.

P. ¿Hemos vivido los primeros cien días más significativos de una presidencia de la historia moderna?

R. Si algunas de esas medidas son corregidas por el Supremo, entonces estos primeros cien días no serán tan relevantes en retrospectiva. Si son validadas, incluso si solo algunas lo son, estaríamos ante una transformación del sistema político de EE UU. Y a eso hay que añadir la política exterior. El dar la espalda a los aliados europeos, a Canadá y a México. Su hostilidad a la OTAN y su abandono a Ucrania, un conflicto en el que básicamente ha cambiado de bando. Eso va a ser muy difícil de reparar y cambiará el lugar de EE UU en el mundo.

P. ¿Pueden las cosas volver a la normalidad?

R. La elección de Trump para un segundo mandato y la agresividad con el poder ejecutivo que está desplegando hacen muy difícil que haya una vuelta a la normalidad.

P. A muchos ha sorprendido la tolerancia de los estadounidenses al uso autoritario del poder. Con pequeñas excepciones, no ha habido un movimiento de reacción. ¿Por qué?

R. La principal razón es que el Partido Demócrata está en el caos. No saben cómo responder. Están divididos. Unos creen que la frenética actividad de Trump es contraproducente para él. Por ejemplo, los aranceles, que subirán la inflación, la cual fue una de las preocupaciones que ayudaron a Trump a ganar las elecciones. Así que algunos demócratas quieren dejarle espacio para autodestruirse. Otros creen que eso es demasiado pasivo y que es necesario escalar la oposición. La cuestión entonces es cuál debería ser el foco de la oposición. Algunos demócratas, comprensiblemente, piensan que la primera y principal base de la oposición debe ser insistir en el imperio de la ley. El problema es que el imperio de la ley, el Estado de derecho, aunque es de una importancia crítica para una democracia, es una base endeble para un proyecto político, a no ser que se conecte con asuntos que al público le importan de verdad. ¿Qué sería más sustancial? Bueno, la otra parte de la oposición han sido [el senador] Bernie Sanders y [la congresista] Alexandria Ocasio-Cortez, que han recorrido el país, incluidos Estados republicanos, dando mitines contra Trump que han atraído a decenas de miles de personas, más que en los mitines del propio Trump o de Obama. Y aunque mencionaban el Estado de derecho, su foco principal era la toma del poder político por parte de los oligarcas. Es decir, cómo a pesar de toda la retórica populista y su éxito en obtener el voto de la gente trabajadora, los que pueblan la administración Trump y los que se benefician de sus políticas son multimillonarios y grandes corporaciones. Eso ha resonado con más fuerza, y sugiere que la única manera de que el Partido Demócrata reviva y sea una oposición efectiva a Trump es moverse más allá del discurso legal. Después de todo, desde la primera presidencia de Trump, los demócratas creyeron que la ley y los procedimientos legales acabarían con él: el informe Mueller, los dos impeachments. Han confiado en la ley y los tribunales para derrotarlo y, una y otra vez, han fracasado. Porque a Trump no se le frena con la ley, sino con la política. El Partido Demócrata tiene que preguntarse por qué ha alienado a las clases trabajadoras. Y es una pregunta política, no legal.

P. Ese resentimiento legítimo del que ya hablaba usted hace tres décadas…

R. La misma fuerza, ¿verdad? Tiene razón, he escrito sobre esto desde la primera edición de El descontento democrático [ahora actualizado en una nueva edición en Debate]. Me preocupaba en los noventa, en los días en que había confianza en la globalización. El muro de Berlín había caído. La Guerra Fría había terminado. El capitalismo democrático liberal al estilo americano parecía el único sistema que permanecía en pie. Habíamos llegado al fin de la historia. Yo no lo creía entonces. Y la soberbia de aquel momento allanó el camino a Trump.

P. ¿Y qué hay del peso de la dimensión cultural? ¿Quizá habría que cambiar la célebre frase de James Carville por la de “Es la cultura, estúpido”?

R. Sí y no. Necesitamos repensar la nítida distinción entre la economía y la cultura. Porque lo que importa es la fuente de los resentimientos legítimos, y estos no son enteramente económicos. No es solo que la brecha entre ricos y pobres se ha ensanchado. No es solo la desigualdad de riqueza. Es también la creciente división entre ganadores y perdedores. Cuando esa desigualdad económica se traslada a la división ente perdedores y ganadores, ahí es donde se juntan la economía y la cultura. Aquellos que aterrizaron arriba llegaron a pensar que su éxito era obra suya, era su mérito, y que los que perdieron merecían su destino también. Y cuando la gente trabajadora se siente menospreciada por las elites, eso es económico en parte, pero también cultural. Tiene que ver con el respeto, con la dignidad. Sí, James Carville estaba equivocado cuando dijo que “es la economía, estúpido”. Una mejor manera de ponerlo sería: es la combinación de la economía y la cultura que lleva a la gente trabajadora a sentir que las elites les menosprecian, que su trabajo no tiene valor y que por ello carecen de dignidad. Bueno, necesitamos un eslogan más corto para remplazar al de Carville [risas]. Yo diría: “No es la economía, estúpido, es la dignidad”. Y la dignidad no es solo el PIB ni el precio de los huevos.

P. ¿Por qué lo woke es tan ofensivo para tanta gente?

R. Porque refleja la soberbia. Lo que es más irritante de esa ideología para mucha gente trabajadora, especialmente hombres blancos, es que ellos, que están sufriendo, están siendo descritos como privilegiados. Cuando, de hecho, su experiencia de vida y sus perspectivas económicas no son de privilegio. Son personas que sufren para salir adelante, pero son incapaces de avanzar. Eso tiene que ver con el estancamiento de los salarios, combinado con la ausencia de la movilidad social que el sueño americano les prometía. Eso ya es frustrante. Pero si le sumas a eso que alguien te dice que eres privilegiado, pues es irritante. Y luego está algo que los demócratas no entienden: el patriotismo. Por eso el tema de la inmigración es tan potente. No es porque la gente crea al pie de la letra la retórica de Trump en campaña. No creen que los países extranjeros estén vaciando sus prisiones y sus psiquiátricos e inundando el país con criminales que robarán los empleos. No compran eso, pero sí creen que un país que no puede controlar sus fronteras es un país que no puede controlar su destino. Esa sensación de pérdida de poder, de perdida de comunidad, es un sentimiento poderoso que el discurso antiinmigración captura y simboliza.

P. ¿Ha detectado alguna señal de esperanza en estos cien días?

R. Ha habido pocas. Excepto, quizá, las grandes asistencias a esos mítines de Sanders y Ocasio-Cortez de las que le hablaba. Hay algo paradójico en encontrar esperanza en un hombre de 83 años, aunque se asocie con una mujer joven de 35. No digo que mi esperanza esté en esas dos figuras políticas, pero sí en la masiva respuesta a sus esfuerzos por enfocarse en temas políticos. ¿Tuvieron eco en Europa esas manifestaciones?

P. Sí, pero ya sabe: cada día hay algo más llamativo y lo anterior queda enterrado.

R. Y eso es parte de su estrategia. Inundar las instituciones, los medios, las redes sociales, el sistema de información y comunicación. Esto paraliza la capacidad del sistema de resistir. Lo llaman inundar la zona. Un aluvión de noticias, de barbaridades, de controversias, de disputas, incluso dentro de su gabinete. Trump ha desplegado durante estos primeros cien días lo que aprendió en los realities de televisión. Sabe que introducir nuevos giros en la narrativa, por muy extravagantes que sean, produce atracción. El caos, el drama, la controversia. Esa lección de la telerrealidad es la que le hemos visto interpretar en estos caóticos, frenéticos, cien primeros días de su segunda presidencia.

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