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Marco Rubio se impone como el hombre de confianza de Trump en política exterior

Cómo han cambiado las cosas desde que el entonces candidato republicano Donald Trump apodaba “Little Marco” (“Marquito”) a su rival en las primarias Marco Rubio, allá por 2016. Hoy, el presidente de Estados Unidos presume de que cuando tiene un problema llama al que ahora es su secretario de Estado: “Él me lo resuelve”. Rubio, a su vez, ha adoptado las posiciones trumpistas a pies juntillas: la última el viernes, cuando criticó en redes sociales a Alemania por clasificar a la AfD como grupo extremista de ultraderecha. Y, en una nueva prueba de esa confianza, Trump acaba de poner a Rubio, provisionalmente, también al frente del Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por sus siglas en inglés), la institución de la Casa Blanca que coordina la diplomacia, la defensa y los servicios secretos estadounidenses.

A Rubio, el primer jefe latino de la diplomacia estadounidense, se le acumulan los cargos oficiales que imprimir en su tarjeta de visita. Es secretario de Estado, responsable de la defenestrada agencia de cooperación para el desarrollo estadounidense (Usaid), jefe de los archivos nacionales y, ahora, consejero de Seguridad Nacional tras la caída en desgracia del responsable previo, Mike Waltz.

Es solo la segunda vez en la historia que la misma persona ocupa los cargos de jefe de la diplomacia y jefe del NSC. Y el precedente no es exactamente halagüeño: en 1973, un Richard Nixon contra las cuerdas por el escándalo Watergate necesitaba nombrar a un nuevo secretario de Estado tras la marcha de William Rogers. Con su capital político en números rojos y el Congreso echándosele encima, no podía arriesgarse a nombrar a alguien que el Senado no fuera a confirmar. Así que propuso a su celebérrimo consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger: una oferta que los legisladores no podían rechazar. El experimento, que duró dos años, resultó un desastre: cualquiera de las dos carteras exige una dedicación completa, y en plena guerra de Vietnam ni siquiera el maestro de diplomáticos pudo con ambas.

Rubio, de 54 años e hijo de inmigrantes cubanos, ha asumido el puesto de modo temporal, aunque, según el digital Politico, la idea de la Casa Blanca es que lo haga de manera permanente. Su nombramiento fue tan repentino que incluso encontró desprevenida a su portavoz, Tammy Bruce. La antigua presentadora de la cadena Fox ofrecía una rueda de prensa en el Departamento de Estado cuando saltó la noticia. “Está claro que me acabo de enterar por usted”, le dijo a la periodista que se lo comunicaba. “Es un momento excitante. Todos ustedes saben que el secretario Rubio es un hombre que ha compaginado varios puestos desde el primer día”, señaló.

El hecho de que los ocupe, y que expanda sus competencias aunque sea de modo temporal, pone de relieve la confianza que Trump deposita en él hoy por hoy. El presidente prefiere rodearse de un círculo de asesores no demasiado extenso, y no es raro que asigne a aquellos de quienes más se fía un cúmulo cada vez mayor de tareas. Aunque siempre es él quien tiene la última palabra, la única que cuenta.

El empresario inmobiliario Steve Witkoff, amigo de Trump y sin experiencia previa en diplomacia, ha ido expandiendo desde enero sus horizontes como enviado especial para negociaciones delicadas. Si al principio solo se ocupaba de la guerra en Gaza, ahora ha añadido a su cartera las conversaciones con Rusia y con Irán. Stephen Miller, el jefe de Gabinete adjunto para temas políticos e ideólogo de la actual política migratoria, bien podría acabar como consejero definitivo de Seguridad Nacional si Rubio deja el puesto, según algunos rumores.

A diferencia de Miller, quien ya fue uno de los principales asesores de Trump en el primer mandato, Rubio no figuraba de inicio en el sancta sanctorum de la Casa Blanca. En los primeros días de mandato, el presidente llegó a bromear con que tenía que tener cuidado con su jefe de la diplomacia porque tenía el apoyo hasta de los legisladores de la oposición demócrata. “Los senadores le han confirmado por unanimidad… no sé si debo fiarme de él”, se reía.

Algo de verdad había detrás del chiste. Los círculos más trumpistas no terminaban de congeniar con un antiguo senador, un político de corte tradicional, que en el pasado había defendido la ayuda a Ucrania y el intervencionismo en el exterior. Y que había sido rival electoral de su líder.

Sus primeras semanas en el cargo reforzaron una cierta imagen de segundón. Se encontraba de gira por América Latina cuando se enteró de que Trump proclamaba que Estados Unidos se haría cargo de Gaza para convertirla en “la Riviera de Oriente Próximo”. Tampoco supo por adelantado, antes de participar en la Conferencia de Seguridad de Múnich en febrero, que un par de días antes el secretario de Defensa, Pete Hegseth, iba a cerrar la puerta al ingreso de Ucrania en la OTAN, en un discurso en Bruselas. O que el vicepresidente J. D. Vance, también en Múnich, iba casi a exigir a los europeos que prestasen oídos a sus partidos de extrema derecha.

Pero ese mismo viaje comenzó a hacerle ganar puntos con Trump y con su círculo más cercano, incluida la jefa de Gabinete, Susie Wiles. Sus conversaciones en El Salvador con Nayib Bukele abrieron la puerta a que el presidente salvadoreño aceptara retener en sus cárceles a inmigrantes de terceros países deportados desde Estados Unidos, un paso que Trump considera un gran éxito y uno de los pilares de su política de deportaciones masivas.

El antiguo senador y miembro del Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara alta ha puesto buen cuidado también en cultivar sus relaciones con aquellos círculos derechistas que le veían inicialmente con desconfianza. No es casualidad que la noche de la tradicional cena de la Asociación de Corresponsales de la Casa Blanca, el pasado día 26, se dejara ver en la velada que había organizado el ideólogo de la extrema derecha Steve Bannon en Butterworth’s, el restaurante preferido por los trumpistas en Washington.

También ha multiplicado sus comparecencias en la cadena favorita del presidente, Fox News, y en los nuevos medios de ideología muy conservadora, siempre con profusos elogios a Trump y siempre repitiendo punto por punto y defendiendo sin aparentes dudas las ideas del presidente, desde Ucrania al control de la inmigración. Aunque se contradijera con opiniones que había abanderado durante su etapa como senador.

El viernes, en un mensaje en la red social X, Rubio criticaba muy públicamente la decisión de los servicios secretos alemanes de clasificar al partido Alternativa para Alemania (AfD) como radical de ultraderecha, algo que les permite utilizar herramientas de inteligencia para supervisar las actividades de la formación. “Eso no es democracia. Es tiranía disfrazada”, afirmó el secretario de Estado. No era el primero en el entorno de Trump en ponerse del lado del grupo extremista, al que defienden figuras como el vicepresidente J.D. Vance o el oligarca tecnológico Elon Musk.

El miércoles, en vísperas de su nuevo nombramiento, Rubio volvía a deshacerse en alabanzas a Trump durante una reunión televisada del Gobierno. “Este presidente ha heredado 30 años de política exterior construida en torno a lo que beneficiaba al mundo”, aseveró. “Bajo el presidente Trump, ahora adoptamos una política exterior en la que la prioridad es: ¿es bueno para Estados Unidos? ¿Lo hace más fuerte? ¿Más seguro? ¿Más rico?”

Rubio ha optado, así, por permanecer lo más cerca posible de Trump, incluso físicamente. El estilo de gobierno de este presidente hace que, en lugar de estudiar largos memorandos o escuchar prolongadas sesiones informativas, prefiera levantarse del Despacho Oval y convocar de viva voz a alguien para una rápida consulta. Que bien puede ser la que acabe decidiendo qué opina el presidente sobre un asunto dado y transformándose en política oficial.

Otros consejeros de seguridad nacional, u otros secretarios de Estado, pasaron su tiempo en el cargo en frecuentes giras por el extranjero, asistiendo a reuniones o tratando de apagar fuegos en distintos puntos calientes del mundo. Rubio le deja ese papel a Witkoff. Él ha optado por reducir sus viajes a salidas de unos pocos días en el mejor de los casos y permanecer el mayor tiempo posible en Washington. Muchas veces, ni siquiera en el Departamento de Estado, sino en la misma Casa Blanca, donde utiliza un despacho desocupado para sus llamadas como jefe de la diplomacia.

Incluso cuando no está previsto: hace dos semanas, iba a reunirse con el secretario general de la OTAN, Mark Rutte —y con Waltz, aún entonces al frente del NSC—, en el piso noble del Departamento de Estado. Sin previo aviso, el encuentro se trasladó al ala Oeste de la residencia presidencial. Para sorpresa de los periodistas que cubren la Casa Blanca, que cuando daban la jornada oficial por cerrada se vieron convocados a cubrir unas declaraciones que no esperaban del jefe de la Alianza Atlántica. En esa pequeña rueda de prensa improvisada, quien no acudió fue el propio Marco Rubio. El otrora “Little Marco” se había quedado despachando en el Ala Oeste.

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