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Macron cuela a Francia en el cónclave para elegir al nuevo papa

La elección del nuevo papa, más allá de las dinámicas internas de la Iglesia católica, marcará también las relaciones políticas que establece el Vaticano con cada gobierno. A nadie le gusta que el pontífice articule un pensamiento muy alejado de la línea de su administración. Y mucho menos a Italia, cuyo Ejecutivo debe convivir con las pulsiones ciudadanas que despierta el papa de turno desde los muros del Vaticano. Todo el mundo quiere influir o, al menos, tener información sobre lo que ocurrirá. Desde el presidente de Estados Unidos, Donald Trump —que apuesta abiertamente por el arzobispo de Nueva York, Timothy Dolan— hasta el presidente la República Francesa, Emmanuel Macron, que el sábado comió en la Villa Bonaparte, sede de la Embajada francesa ante la Santa Sede, con casi todos los purpurados franceses.

La reunión se ha convertido en un tema político en la tradicional refriega e intercambio de sospechas entre Italia y Francia. La prensa en Roma, siempre pendiente de los movimientos en París, enseguida alertó de un posible intento de influir en el cónclave. “El activismo de Macron para elegir al Papa” o “Macron quiere entrar en el cónclave” fueron algunos de los titulares. La historia, para un país como Francia, que invoca la laicidad desde la primera línea del primer artículo de su Constitución y que no tiene un papa desde hace siete siglos, es exótica y algo incómoda.

La comida, sin embargo, adquirió significado especial porque, para este cónclave, entre los posibles candidatos hay un purpurado francés: el cardenal de Marsella Jean-Marc Aveline, de orientación progresista, pero tolerante con el catolicismo tradicionalista, particularmente activo precisamente en Francia. En Roma aducen que no habla italiano y que eso le descartaría automáticamente, aunque la Iglesia que deja Francisco es ya muy distinta también en ese sentido.

Sin embargo, Macron se vio también con Andrea Riccardi, fundador de la influyente comunidad de San Egidio, la organización que siempre ayudó a Francisco a articular su política con los migrantes y los desfavorecidos y de la que procede el cardenal y presidente de la Conferencia Episcopal Italiana, Matteo Maria Zuppi (otro de los papables).

El gobierno de Giorgia Meloni —como todo el país— sueña con un pontífice italiano después de 47 años del último, que duró solo 33 días (Juan Pablo I). Pero el ejecutivo no querría uno cualquiera, y mucho menos al cardenal Zuppi, de mentalidad y una visión de la Iglesia todavía más abierta y progresista que Francisco. Ese nombre causa pavor en el Palacio Chigi. Y el hecho de que Macron se reuniese con Riccardi, también se interpretó como la señal de una posible negociación para que, en caso de que no pueda ser un francés, tal y como resulta bastante evidente, el elegido pueda ser el italiano.

La comida de Macron, justo cuando todavía se enterraba a Francisco, fue vista como algo inoportuna. En esa mesa, donde estaban Aveline y el cardenal François Bustillo, obispo de Ajaccio de 56 años, también se encontraba Christophe Pierre, el actual nuncio apostólico en Estados Unidos. Este prelado ocupa ahora el puesto de embajador vaticano más complejo en estos momentos. También estaba presente Philippe Barbarin, arzobispo emérito de Lyon. El cardenal Dominique Mamberti no pudo asistir porque se requería su presencia al mismo tiempo en la ceremonia fúnebre del Papa en la basílica de Santa María la Mayor. Será él quien anuncie al mundo el famoso habemus papam y el nombre del sucesor de Francisco en latín.

Francia, en suma, tiene cinco cardenales electores que podrán entrar en el cónclave, un grupo de peso, pero algo reducido para pensar en que puede servir como medida de presión para barrer para casa, aunque Aveline siga en muchas quinielas desde hace días.

El último papa francés de la historia fue Gregorio XI, el último de los pontífices del llamado cautiverio de Aviñón, cuando la sede del papado fue trasladada a la ciudad de Aviñón, en el sur de Francia. Durante unos 70 años, los obispos de Roma fueron todos franceses. Sin embargo, al final, Pierre Roger de Beaufort, quien había sido elegido en 1370 con el nombre de Gregorio, en 1377 devolvió a Roma la sede del sucesor de Pedro.

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