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Los resentidos

Una vez le preguntaron a Giulio Andreotti si el poder desgasta. El siete veces primer ministro italiano, una suerte de belcebú democristiano que tenía siempre listo un hiriente aforismo, respondió: “Desgasta a quien no lo tiene”. Sucede lo mismo con las derrotas y las victorias. Acostumbrarse a ganar tiene ciertos inconvenientes: la arrogancia, la vanidad o esa molesta superioridad moral. Pero la derrota, especialmente en determinadas circunstancias, es un veneno mortal para el alma si uno no sabe digerirla.

El sentimiento que mueve hoy la mayoría de políticas reaccionarias del mundo es el resentimiento. Una manera de ver el mundo que siempre cuando pierdes algo, generalmente privilegios. Una agria mezcla de rencor, de legitimación del odio a través de ese impulso tan humano y, a la vez, miserable como echarle la culpa al otro. La justicia es injusta. Los jueces nos persiguen. El inmigrante te roba el curro. En el deporte pasa lo mismo: o te buscas la vida para aceptar que has perdido, o te pasas un año entero acordándote de un palo, una falta no pitada antes de un gol o de un penalti que el colegiado podría haber silbado perfectamente porque estaba dentro del área. Qué tortura. Aunque siempre será salir en un programa con una camiseta del Inter de Milán, tristemente aliviado después de haber vivido aterrorizado toda la temporada por un niño de 17 años.

El partido de semifinales del Inter contra el Barça será un viacrucis emocional para aficionados y para los propios jugadores. Al menos para los que tenemos querencia por el diván. Cuando uno no es capaz de asumir la derrota, de digerirla o, al menos, de distraer su decepción, está condenado a volver una y otra vez sobre el mismo sentimiento, como un reflujo emocional que corrompe el espíritu. Maldices por dentro, aprietas los dientes mientras escuchas la radio, golpeas con la mano abierta de vez en cuando contra la mesa, embruteciéndote cada vez más. No quiero ni imaginar cómo puede afectar esa amargura al estado de ánimo de un equipo que se juega al cabo de cinco días la liga contra el Real Madrid.

Al final, ganar es solo uno de esos maravillosos aforismos cruyffistas: marcar un gol más que el otro. Aunque sea en el último minuto, y ese fue el problema el martes. El Atlético de Madrid perdió dos finales en el tiempo de descuento con el Real Madrid. ¿Cómo demonios se supera eso? Un amigo del Espanyol me recordó ayer que ellos viven así todo el año y que en estas épocas, cuando se disputan las grandes finales y en Cornellá luchan por mantenerse, el ambiente se vuelve completamente irrespirable. Mi amigo cree que modelos antagónicos a lo que él llama la dictadura moralista del cruyffismo se impongan de vez en cuando no está tan mal. No todo es jugar bonito y lo de “salir y divertiros”, me recordó, no sé si intentando consolarme o activando su propio resentimiento.

El consuelo, si te entretienes buscándolo, se oculta a veces en tu propia desgracia. Que un central combativo de 37 años con pinta de presidiario, ex alcohólico y con dos cánceres a sus espaldas, las mismas en las que no cabe un solo tatuaje más de personajes de dibujos animados, aparezca en el ‘93 en el área y marque el gol del empate tiene algo romántico y bonito. Y no tanto por lo estético, sino por ese componente de rebelión contra el destino que encarna el personaje. Acerbi, carne de Serie B, bajó y salió del infierno varias veces en su vida, empapó su cuerpo en alcohol y noche en la primera, y en quimioterapia, en la segunda. Se recuperó de dos tumores que se lo hubieran podido llevar por delante y conoció a niños en el hospital oncológico con más agallas que ningún defensa italiano. No había marcado un gol en Europa en su vida y es posible que, si hubiera caído eliminado, no hubiese vuelto a jugar un partido así. La derrota desgasta, claro, pero a veces hay un cierto consuelo en la victoria del otro.

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