Una de las últimas frases pronunciadas, con fatiga, por el papa Francisco delante del personal del policlínico Gemelli donde estaba ingresado fue un elogio para la rectora: “Donde mandan las mujeres todo funciona mejor”. El Pontífice dijo muchas frases de este tipo, pero en el Vaticano las mujeres no mandan, no son escuchadas.
Es cierto que Francisco nombró a algunas en puestos que deberían ser directivos. Pero se trataba siempre de una mujer, casi siempre religiosa, en una institución integrada solo por hombres, que además eran curas, que por estatus tienen más peso que ella. Además, eran religiosas elegidas en las jerarquías eclesiásticas, por tanto, obedientes.
El nivel más alto de ambigüedad se alcanzó respecto al cargo más importante, el de Prefecto del Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada, es decir, de todos los religiosos del mundo, confiado a Sor Simona Brambilla, pero con la adición inédita de un proprefecto, cardenal. Es evidente que una monja debe obedecer a un cardenal…
Se trata de cargos que, según el ordenamiento de Estado vaticano, deberían ser ocupados por cardenales. Pero Bergoglio transgredió las reglas, establecidas por él mismo, nombrando a veces mujeres. Fue, aparentemente, un acto valiente, revolucionario, en realidad ligado solo a su voluntad: desde el punto de vista normativo no cambió nada, ninguna otra mujer podrá aspirar a esos cargos reservados a los cardenales.
No ha demostrado nunca interés ni escuchado a las asociaciones religiosas dirigidas por mujeres elegidas democráticamente, que tendrían mil experiencias del mundo y de la fe de hoy para compartir. La única petición aparentemente aceptada —la presentada por las hermanas de la UISG (Unión Internacional de Superioras Generales) de consagrar mujeres diácono, una función que de hecho ya desempeñan desde hace décadas, sobre todo en zonas de misión— ha tenido un resultado nulo. Una primera comisión creada para estudiar el problema ha producido un documento secreto, después se ha formado otra comisión que se reúne muy raramente y hasta ahora no ha dado resultados. Un modo para evitar de afrontar el problema.
Pero el problema más grave, el obstáculo que realmente impide que todas las mujeres sean reconocidas y escuchadas en la Iglesia, es el rechazo de la jerarquía, y del Papa, a afrontar el candente problema de los abusos sobre religiosas por parte de religiosos y sacerdotes. Un problema gravísimo, muy difundido no solo en los países del tercer mundo, que induce no pocas veces a obispos y sacerdotes a pagar el aborto de las mujeres abusadas, obviamente obligadas a renunciar al embarazo para evitar el escándalo. La situación de muchas hermanas, que se encuentran en evidentes y graves dificultades para encontrar trabajo fuera de su congregación, que viven en un mundo muy restringido y que no sabrían cómo afrontar el fin de su vida comunitaria, hace que a muchas les haya resultado difícil, si no imposible, denunciar. Las que lo hicieron, a menudo con el apoyo de la superiora, no han tenido la posibilidad de ser escuchadas: ninguna investigación, ningún juicio, ninguna pena para el culpable. Si la voz de las monjas que denuncian no cuenta nada, se comprende bien cómo luego es difícil que, en general, la voz de las mujeres sea respetada y escuchada en serio.
Podemos afirmar que la revolución de las mujeres en la Iglesia está todavía muy lejos de haber comenzado seriamente. Pero hay que recordar que quienes tienen el poder nunca lo abandonan y que, por tanto, es inútil esperar a un “Papa bueno” que haga una verdadera apertura: solo las mujeres pueden pedir y luchar por una posición respetada y digna en el mundo católico y conseguir algo.
Hay que reconocer al papa Francisco dos decisiones positivas a favor de las mujeres: el nombramiento de María Magdalena como apóstol entre los apóstoles, reconociéndole así un papel igual al de los 12, y la eliminación de la calificación de reservado al pecado de aborto. Como pecado reservado, el aborto solo podía ser absuelto por un obispo o por un sacerdote especialmente designado por el obispo: esto significaba que, mientras un asesino podía entrar en una iglesia y pedir la absolución a cualquier sacerdote, una mujer tenía que buscar a un obispo o al sacerdote adecuado, sintiéndose así doblemente pecadora. Hoy, afortunadamente, esta horrible discriminación ha sido cancelada por Francisco.
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