Podría seguirse un itinerario en la ciudad de Berlín por los escenarios de la relación íntima entre Estados Unidos y Alemania, y sería fácil concluir que este es un mundo que amenaza ruina. Empezaría en el aeropuerto de Tempelhof, hoy un parque urbano. Entre junio de 1948 y octubre de 1949, Estados Unidos puso en marcha un puente aéreo para romper el bloqueo que la Unión Soviética había impuesto al sector occidental de la ciudad. El tour continuaría en el Ayuntamiento del barrio de Schöneberg, que entonces lo era de todo Berlín Oeste. El 26 de junio de 1963, dos años después de que el régimen comunista construyese el Muro, John F. Kennedy pronunció desde el balcón su famoso discurso. “Ich bin ein Berliner”, dijo. “Soy un berlinés”. El itinerario terminaría ante la Puerta de Brandeburgo, divisoria, durante la Guerra Fría, de la ciudad, de Alemania, de Europa y el mundo. El 12 de junio de 1987, otro presidente estadounidense, Ronald Reagan, exhortó al líder soviético: “Señor Gorbachov, derribe ese Muro.” Dos años y cuatro meses después, el Muro caía.
Tempelhof, Schöneberg, la Puerta de Brandeburgo son símbolos de otro tiempo. Monumentos a la más apreciada de las herencias de la superpotencia mundial, hoy rotos por las bravatas de Donald Trump, los amagos de retirarse de Europa, la complicidad con la Rusia de Vladímir Putin, los aranceles que se ensañan con la industria alemana y el apoyo a la extrema derecha.
Para los europeos, Trump es un electrochoque. En Alemania es algo más. Porque se refundó tras la hora cero de 1945 con la ayuda y protección de EE UU y con EE UU aprendió lo que era la democracia, el capitalismo y la prosperidad. Por eso, cuando desde la Administración de Trump se califica al país de “tiranía” —como sucedió la semana pasada después de que los servicios de inteligencia clasificasen a Alternativa para Alemania (AfD) como “extremista de derechas”—, lo que se tambalea es un pilar de la propia identidad.
El democristiano Friedrich Merz, que este martes será investido canciller por el Bundestag, tomó nota desde la misma noche electoral, el 23 de febrero, y proclamó la “independencia” de Europa respecto a EE UU.
Pero no es fácil desechar ocho décadas de relación transatlántica. Alemania, pese a todo, se resiste a romper. Porque resulta complicado asumir que EE UU, que aún tiene 35.000 militares en Alemania y armas nucleares en este territorio, tarde o temprano se marchará. O porque no se ve una alternativa.
“Lo que está en curso en EE UU no es una evolución, sino una revolución. Y es una revolución sin un plan meditado”, describe, en su despacho en el Bundestag, el diputado Norbert Röttgen, cabeza pensante de los democristianos en política exterior y autor de Demokratie und Krieg. Deutsche Politik und deutsche Identität in Zeiten globaler Gefahr (Democracia y guerra. Política e identidad alemana en tiempos de peligro global). Las conversaciones con Röttgen, europeísta y atlantista en la tradición de los cancilleres Konrad Adenauer y Helmut Kohl, y otras figuras de esta órbita, permiten entender cómo esta Alemania, que es la de Merz, se prepara para la nueva etapa.
“Trump impulsa una política exterior que no distingue entre amigo y enemigo, sino que busca imponer sus propios intereses”, apunta Röttgen, cuyo nombre sonó como ministro de Exteriores, aunque finalmente el designado fue su colega de bancada Johann Wadephul. ¿Está Alemania preparada para un escenario en el que EE UU se marche del país y retire su protección nuclear? “Por supuesto, son cuestiones de las que hay que ocuparse”, responde. “Pero, para nosotros, está claro que nuestro interés es mantener a los americanos en Europa. Para ello será esencial que Alemania y Europa claramente inviertan más en su propia seguridad, que amplíen las capacidades relevantes, de modo que contribuyan a un reparto de cargas en la OTAN y en las relaciones transatlánticas”.
Hay una tensión, en la política alemana y en el propio discurso de Merz, entre la tradición gaullista —o macronista— y la atlantista. El canciller in péctore parece adherirse a veces a la primera, una tradición que, remitiéndose al general De Gaulle, encarna el actual presidente francés, Emmanuel Macron, y que promueve la soberanía europea respecto a EE UU, Rusia y China. Pero otras veces reafirma el atlantismo. El nuevo jefe de la diplomacia alemana, Wadephul, decía la semana pasada a un grupo de periodistas: “Lo intentaremos todo para revivir la alianza transatlántica, generar de nuevo confianza y esforzarnos por ser fuertes juntos”. En el contrato de coalición de democristianos y socialdemócratas, se lee algo similar: “La alianza transatlántica y la cooperación estrecha con EE UU siguen teniendo para nosotros una importancia fundamental”. Como si en los últimos meses no hubiese pasado el vendaval Trump y no hubiese dejado sumamente maltrecha esta relación. “No hay una sola palabra [en el contrato de coalición] sobre los cambios en EE UU, si no es para decir que se quiere reforzar la relación transatlántica”, observaba recientemente, en un coloquio sobre el programa gubernamental, Thomas Kleine-Brockhoff, director del Consejo Alemán de Política Exterior y otro insigne atlantista en Berlín.
Röttgen, que además de atlantista es realista, afirma: “Hay que aceptar que la seguridad europea ya no es un interés central americano. Supone una ruptura con la política exterior americana de los últimos 80 años”. Pero, con la guerra de Vladímir Putin en Ucrania y la amenaza rusa en el flanco oriental, la OTAN es la “mejor garantía” para la seguridad europea, dice, y “hasta ahora” Trump no ha cuestionado “seriamente” ni la Alianza ni la protección nuclear. “Estos pilares de nuestra seguridad siguen vigentes”, defiende, “aunque la política y la voluntad política hayan cambiado”.
Macron ha ofrecido ampliar el paraguas nuclear francés a Alemania y Merz ha recogido el guante y acepta debatirlo. Röttgen es escéptico: “En mi opinión, para Alemania y para Europa no hay hoy un mejor paraguas nuclear que el de la OTAN y EE UU. No hay ningún otro que ni de lejos disponga de las mismas capacidades. El desarrollo de una alternativa europea adecuada, capaz de disuadir a Rusia al mismo nivel, requeriría al menos una década y sumas de dinero enormes. Pero no podemos permitirnos un vacío de seguridad de una década. Por eso el paraguas americano no es sustituible”.
¿Y si Trump cumple con su amenaza y abandona definitivamente Europa? “Entonces estaremos preparados”, responde el democristiano. “Pero de nada sirve suicidarse por miedo a una posible muerte. La política significa ejercer influencia, intentar modelar las cosas”.
Aunque EE UU no se vaya del todo, nada será igual. Los monumentos del Berlín norteamericano cuentan esta historia. De Tempelhof, escenario del puente aéreo con el que Estados Unidos y los aliados rescataron a los berlineses al inicio de la Guerra Fría, al presidente de los aranceles, que se considera estafado por la exportadora Alemania. Del “soy un berlinés» de Kennedy, a la Administración de Trump, cuyo mensaje es que Europa es “patética” y Alemania, “una tiranía”. Del “señor Gorbachov, derribe este Muro” de Reagan, a Trump deshaciéndose en elogios a Putin. Un vuelco simbólico, y bien real. Para los alemanes, el duelo por la pérdida del hermano mayor no ha hecho más que comenzar.
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