Hoy se celebra el funeral del papa Francisco para despedirle con cariño y gratitud, rendirle homenaje y recordar su inmenso legado, todo un referente moral para millones de personas, católicas o no.
Sin duda, su trayectoria biográfica explica mucho quién es el papa Francisco y su interés por poner el foco en cuestiones sociales que son a la vez profundamente políticas: la inmigración, la pobreza, la justicia social, el cambio climático o el diálogo como herramienta para la resolución de conflictos.
El Pontífice solía contar que su historia comenzó con un naufragio. Su familia, que planeaba viajar en barco desde Génova a Buenos Aires, retrasó la salida al no conseguir vender los muebles de la casa donde residían. El buque en el que debía haber viajado la familia de Bergoglio se hundió, dejando al menos 300 fallecidos. Dos años después, su padre llegaría a Buenos Aires, donde fue inscrito como “inmigrante de ultramar”.
El papa Francisco reconocía así que su historia es similar a la de miles de migrantes que, antes y ahora, se ven obligados a abandonar sus países para intentar encontrar mejores condiciones de vida. Su primer viaje oficial fuera del Vaticano fue precisamente Lampedusa, la isla siciliana desde donde arrojó flores al “cementerio al aire libre” en el que se ha convertido el mar Mediterráneo.
Si esa imagen fue icónica también lo fue verlo lavar y besar los pies a jóvenes reclusos en una prisión, entre los que había dos mujeres. El papa Francisco era un hombre conmovido por lo que sucede en los márgenes, en la periferia, donde habitan los excluidos e invisibles, los descartados de un mundo complejo, que hace prevalecer los intereses individuales debilitando la dimensión comunitaria, tal y como denunció en su famosa Encíclica Fratelli tutti, un hermoso mensaje sobre lo que significa la fraternidad y la amistad.
Allí nos recordaba la parábola del Buen Samaritano para advertirnos que cuando nos encontramos a un extraño herido hay dos actitudes posibles, seguir de largo o ayudarle. Según afirmaba, la elección definía “el tipo de persona o proyecto político, social y religioso que somos” porque no hay “otros”, ni “ellos”, “sólo hay nosotros”. Un aviso que continuaría repitiendo a lo largo de su vida, incluso en los últimos días cuando mandó una carta a los obispos estadounidenses lamentando que las deportaciones masivas de la Administración Trump “lastiman la dignidad humana” e invitando a “todos los hombres y mujeres de buena voluntad a no ceder ante las narrativas que discriminan y hacen sufrir innecesariamente a nuestros hermanos migrantes y refugiados”.
Por todo eso, el papa Francisco ha sido un referente y será siempre una fuente de inspiración para los que nos consideramos cristianos y progresistas, que somos muchos más de los que algunos piensan y más de los que a algunos les gustaría.
El papa Francisco siempre alzó la voz para defender a quienes no tienen nada, frente a lo que él consideraba una sociedad cada vez más indiferente, ocupada y distraída. Su discurso fue más allá de señalar las consecuencias de las desigualdades para demandar soluciones por parte de los gobiernos. Reivindicó trabajos dignos, que cubran las necesidades básicas de cada persona o la importancia de pagar impuestos como “signo de legalidad y justicia”. Defendió sin descanso la necesidad de practicar la mejor política, la que persigue el bien común y universal, donde “todos tengan tierra, techo, trabajo, un salario justo y los derechos sociales adecuados”.
Su formación jesuita en una América Latina donde anidaban la pobreza, las injusticias y las opresiones políticas lo llevó a sintonizar con el Concilio Vaticano II y la teología del pueblo, de ahí su propósito de abrir las puertas de la Iglesia y prepararla para salir de “la maldición del siempre se ha hecho así”.
Los obituarios de estos días reflejan su gran legado, con sus enormes luces y también algunas sombras, pues nadie es infalible, ni siquiera un Papa con una humanidad sencillamente extraordinaria.
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