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El Barcelona y el dulce sabor de caer de pie

Preguntarse a qué saben las grandes derrotas se parece a aquellos anuncios de productos de higiene femenina en los que una chica muy risueña se preguntaba a qué olían las nubes: nadie conoce la respuesta, pero todos tenemos una teoría. La sufrida por el Barça de Flick en las semifinales de Champions League sabe a limoncello, supongo que por esa mezcla ácida y dulce que te calienta el pecho al paso del trago, y porque ver sufrir a un italiano siempre será motivo de disfrute para cualquiera que haya veraneado de adolescente en una playa de la Costa del Sol. Las alegrías, especialmente las ajenas, suelen ser proporcionales al miedo acumulado en los días previos y el Inter de Milán pasó miedo. A Lamine Yamal. Al ánimo inquebrantable de este Barça. A su juventud insolente. A algo.

Murió el Barça europeo en una orilla regada por la lluvia, como en esas películas de catástrofes en las que cualquier ciudad moderna puede parecer una isla. Y murió soñando, después de muchos años, demasiados, yéndose temprano a la cama por no querer cargar con el peso de las decepciones anticipadas. Es la gran revolución que propone este equipo y que muchos habían olvidado por un exceso de excusas: sentarse delante del televisor, o viajar hasta Milán si las circunstancias lo permiten, para dejarse arrullar por el instinto depredador de unos chicos que solo saben defender su casa yendo hacia adelante. No es poco botín que, sin apenas darse cuenta, la afición culé ya no piense en refundar el club cada mañana y que la resignación puntual de una noche pueda ser entendida como una forma aceptable de fe.

Al Barça baby de Flick lo eliminó un equipo de espartanos que lleva varios años coqueteando con la gloria europea por méritos propios. Un equipo que también juega con once, que sabe barajar las cartas y levantarse de la lona cuando el rival le toca la cara. No hay objeción posible a una eliminación en dos tiempos contra un rival imponente, serio, armado, tenaz y codicioso, ni siquiera esas pocas decisiones arbitrales que cayeron siempre del lado italiano como caen los gatos espabilados de las mesas o las estanterías: de pie. Manejar la frustración ante aquello que no puedes controlar también forma parte del aprendizaje y bien haría el equipo catalán en pasar página cuanto antes y no recrearse en exceso con los errores ajenos, a menudo menos capitales que los propios.

Un tropiezo con zapatos nuevos sigue siendo un tropiezo, pero sabiendo hacia dónde caminas siempre cabe la posibilidad de levantarse y seguir corriendo, el primer mandamiento de esta jauría de imberbes con un mundo por delante todavía sin conocer. Caer frente al Inter no es la tragedia que hoy, apenas unas horas después de vaciarse sobre el campo, puede parecer. Y no lo es porque el fútbol siempre te da la oportunidad de redimirte, máxime cuando ya no hablamos de aquel Barça que se había acostumbrado a arrastrarse por Europa con cierto halo parecido a la dignidad.

“Mi padre estaría orgulloso de este equipo”, aseguró Jordi Cruyff en un programa de televisión como colofón a una eliminatoria de leyenda. Es el tipo de refuerzo que cualquier barcelonista de bien necesitaba tras la decepción del resultado y la afirmación perfecta para redondear los memes que, irremediablemente, se generan desde la acera de enfrente.

También de eso tiene que sentirse orgulloso este equipo: ¿se imaginan un Barça que solo sembrase indiferencia entre los aficionados rivales? Yo sí, seguramente porque todavía lo tengo muy fresco.

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