La peor derrota del Madrid no fue el 4-3 ni la Liga perdida, sino estar ganando 0-2 y saber que no se va a ganar o, al menos, que va a costar lo imposible.
Es difícil ver como madridista, de manera no irónica, el clásico de este domingo. Ya no sólo por tener a Lucas Vázquez y a Fran García para frenar a Lamine Yamal y a Raphinha, que ninguna culpa tienen (no la tiene ya ni Ancelotti, insistiendo en ellos: si con estos bueyes hay que arar, cómo serán los otros). Ya no sólo porque Ceballos y Mbappé se estorbaron con una pelota como en una comedia de cine mudo, y de ahí salió un gol del Barça. O porque Lucas Vázquez, como último defensa, se enredó con un balón y de ahí salió otro gol del Barcelona. O porque Mbappé y Vinicius se molestaron con un balón para quedarse solos delante del portero y la cosa acabó con un control de Vini que llegó mansito a Szczęsny. Ni porque Bellingham y Mbappé se quedaron solos con un defensa en medio y el gol terminó siendo un penalti fingido de forma grotesca por Mbappé. O porque la misma jugada, dos contra uno, terminó con el pase de gol de Vini a Mbappé interrumpido por el defensa. O porque Tchouameni evitó un gol con el brazo y no se pitó penalti. O porque Endrick tuvo ocho minutos para demostrar, en la única jugada que se le presentase, si se le presentaba alguna, su categoría. O porque el Madrid se puso 0-2 en los primeros minutos y no tuvo tiempo ni medios (televisiones, radios, internet) para saber lo que le había pasado al Inter dos veces, y al Atleti otra, y averiguar qué hacer para que no se lo repitiesen. O porque Mbappé marcó tres goles al Barcelona en su casa, como contra Argentina en la final del Mundial, y de nuevo no valió de nada.
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