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Trump, guerras, ultras: el fin de II Guerra Mundial en Europa adquiere otro significado 80 años después

Del búnker donde el 30 de abril de 1945 Adolf Hitler se suicidó, no queda nada. Un aparcamiento, edificios feos germanorientales de los años ochenta, un restaurante asiático, una tetería, un panel informativo donde se detienen grupos de turistas. El búnker, como Hitler, está y no está. Físicamente, enterrado entre ruinas, inaccesible; simbólicamente, una presencia constante, obsesiva. “Nunca hubo tanto Hitler”, escribía hace unos años el historiador Norbert Frei, en alusión a la presencia mediática del hombre que llevó su país y Europa a la destrucción y al Holocausto de los judíos. Ocho días después de la muerte de Hitler, la Alemania nazi capitulaba incondicionalmente ante los aliados soviéticos y occidentales. Era el fin de la II Guerra Mundial en Europa. Para la URSS de Stalin, el triunfo en la “Gran Guerra Patriótica”. Para EE UU, realmente la última victoria bélica (después vendrían Corea y Vietnam, y más adelante, Irak y Afganistán), la de la heroica greatest generation, la generación de los mejores. Para Alemania fue la derrota, el hundimiento, la hora cero que acabaría percibiéndose no solo como una derrota, sino una liberación.

Ochenta años después, quedan cada vez menos testimonios y supervivientes. La memoria viva deja paso a los memoriales, los libros, los museos, las conmemoraciones: la historia. Y la (geo)política.

La Europa que este jueves conmemora el 80º aniversario —fue el 8 de mayo de 1945— es una Europa fracturada por nuevas guerras. Una Europa que teme a Rusia que, a su vez, ha esgrimido una imaginaria amenaza “nazi” para invadir Ucrania. En Alemania, al mismo tiempo, algunos son reacios a armar a Ucrania debido a la mala conciencia por la devastación que la Alemania nazi dejó en la URSS (aunque Ucrania pertenecía a la URSS y fue uno de los escenarios de los crímenes nazis). Este es un mundo en el que las democracias están al borde del divorcio. El hombre a quien se conocía como “líder del mundo libre” es Donald Trump, un presidente estadounidense que amaga con abandonar a los europeos y acercarse al ruso Vladímir Putin. La fecha de 1945 siempre fue objeto de disputa, pero también de unidad; hoy adquiere significados inesperados.

“La perspectiva de los acontecimientos históricos cambia con el tiempo”, explica el historiador Frei, en su libro 1945 und wir (1945 y nosotros). “Hace 20 años”, recuerda, “las potencias vencedoras en la II Guerra Mundial celebraron este día junto a los alemanes. Hoy esto sería impensable, por las razones políticas conocidas”. Alemania ha negado la invitación de los embajadores de Rusia y Bielorrusia a la ceremonia en el Bundestag, y al desfile del 9 de mayo en Moscú —la fecha en que Rusia celebra la capitulación— prevén asistir los líderes europeos prorrusos de Eslovaquia y Serbia, Robert Fico y Aleksandar Vucic. “Desde hace tiempo, el recuerdo de los horrores de la historia forma parte de los conflictos del presente, cargados de historia”, observa el Süddeutsche Zeitung.

Alemania se ha visto desde fuera a menudo como un modelo a la ahora afrontar el pasado criminal, pero es un modelo que suscita dudas y debates intensos. Este no es el mismo país de hace justo 40 años, cuando el presidente federal, Richard von Weizsäcker, proclamó: “El 8 de mayo fue un día de liberación”. Este es hoy el país que cinco años después, en 1990, integró a la Alemania Oriental, que se definía como “estado antifascista”: otra cultura de la memoria. Un país diverso, con hijos de la inmigración que no pueden rendir cuentas por lo que hicieron o dejaron de hacer los abuelos alemanes de sus compatriotas.

Susan Neiman, filósofa estadounidense y judía afincada en Berlín, comenta: “Los alemanes están petrificados en su propia culpa”. Y añade: “Están a la merced del Gobierno de Israel”. Neiman formulaba este diagnóstico en abril, después de que su colega israelí Omri Boehm suspendiese, por presiones de la embajada de Israel, un discurso en la ceremonia oficial en el campo de concentración de Buchenwald. Ambos critican que las autoridades alemanas —lógicamente atentas a las señales de aumento del antisemitismo en Europa y obligadas por la responsabilidad histórica hacia Israel— apoyen, con las mínimas objeciones, las políticas de los Gobiernos israelíes. La guerra en Gaza ha exacerbado las discusiones sobre un principio de la política alemana: Israel como “razón de Estado”

El historiador y novelista Per Leo, autor del ensayo Tränen ohne Trauer (Lágrimas sin dolor), distingue, de un lado, entre el trabajo histórico y la obligación de recordar, que se ejemplifica en la labor de los memoriales y museos en campos de concentración y en el trabajo de los historiadores. Y, del otro, lo que se ha llamado la cultura del recuerdo, o de la memoria, que es otra cosa, “una narrativa nacional promovida por los poderes públicos”. “Para que sea eficaz, tiene que ser sencilla”, explica. Leo y otros autores señalan la paradoja de que se haya acabado engendrado una forma de narcisismo: el sentimiento de que nadie lo hace mejor en esta materia y Alemania es el “campeón mundial de la memoria”. Como ha escrito otro historiador, Frank Trentmann, “el largo y amargo conflicto en entorno a la culpa y la memoria dieron a los alemanes una nueva identidad y una seguridad en sí mismos, y les proporcionaron una sensación de orgullo de no estar orgullosos”. El Memorial del Holocausto en Berlín, inaugurado en 2005, podría ejemplificar esta tendencia: ninguna nación ha erigido un monumento a las víctimas de este país en el centro de su capital.

Cuando vuelve la mirada a los últimos años, Norbert Frei concluye que la gran novedad es el ascenso de Alternativa para Alemania (AfD), partido de extrema derecha cuyos líderes critican “el culto a la culpa”, o sostienen que “Hitler y los nazis no son más que un parpadeo [literalmente, en alemán una cagada de pájaro] en más de mil años de exitosa historia alemana”. Algo ha cambiado cuando una formación que cuestiona la identidad forjada tras la guerra saca 10 millones de votos. ¿Un fracaso de la memoria histórica, la evidencia de que el modelo alemán ha fracasado, de que este ya un país como cualquier otro? ¿O sacar esta conclusión sería precipitado porque, como afirma Per Leo, supone “depositar determinadas expectativas en la cultura de la memoria, es decir, creer que esta nos inmunizará contra el autoritarismo, el racismo, el antisemitismo”?

Cada conmemoración se refiere al pasado, pero habla del presente y de un mundo que ha cambiado. En Moscú, el 9 de mayo, estarán el chino Xi Jinping y el brasileño Lula da Silva; en 2005 asistieron, entre otros, George W. Bush y Gerhard Schröder, Jacques Chirac… En Berlín, el día antes, el Bundestag ofrecerá otra foto de 2025. Una AfD con 152 escaños. Un nuevo canciller, el muy atlantista y proisraelí Friedrich Merz, incómodo ante una Administración de EE UU que califica a su país de “tiranía”. Una tribuna de autoridades sin Rusia. Una geografía urbana que lo dice todo este momento. A ocho kilómetros del Bundestag y del cercano búnker de Hitler, se eleva el imponente Memorial Soviético del parque de Treptow. Una Omaha Beach roja. A sus pies reposan los restos de unos 7.000 soldados que liberaron la ciudad; ahí pueden leerse, en varios paneles, frases del otro gran tirano europeo del siglo XX: Josef Stalin. Este es un monumento a las paradojas de la historia y la memoria, y a sus límites. A una fecha, 1945, que está lejos de haber agotado todos sus significados.

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