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80 sellos de plomo y amenaza de excomunión a quien se vaya de la lengua durante el cónclave

En la Capilla Sixtina se vota y en la Casa Santa Marta se desayuna, se almuerza, se cena, se reza, se duerme. Incluso se bebe. Hace algunos días trascendió que un cardenal extranjero —la anécdota la contó un arzobispo italiano— se creía que las bebidas del minibar eran gratis, y decidió invitar a otros purpurados a su habitación. Al día siguiente comprobó en la factura que, salvo en los días sagrados del cónclave que empieza el miércoles, la residencia de Santa Marta es lo que es, un hotel de paso para los eclesiásticos que recalan Roma y una especie de colegio mayor para trabajadores del Vaticano, aunque Jorge Mario Bergoglio decidiera nada más ser elegido irse a vivir allí, para sorpresa, escándalo y malestar ―sucesivamente— de la curia romana.

En el Vaticano nunca se vio con buenos ojos la decisión de convertir Santa Marta en sede papal, y se espera que su sucesor vuelva a utilizar el apartamento del palacio apostólico, vacío desde que Benedicto XVI ―que vivía allí junto a un grupo de monjas y su secretario personal, el apuesto monseñor Georg Gänswein— decidió renunciar al pontificado. Bergoglio pensó que viviendo en Santa Marta evitaría quedarse solo y aislado, pero más bien provocó lo contrario, aislar al Vaticano del Papa.

Dentro de unos días quedará resuelta la duda del futuro de Casa Santa Marta, pero por el momento unos 70 operarios del Vaticano dan los últimos toques para que, a partir del martes por la noche y obligatoriamente el miércoles, se convierta en la residencia de los cardenales durante el cónclave. Un lugar del que no se podrá entrar ni salir hasta que la fumata sea blanca. Se puede decir que el edificio, gestionado por las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, quedará sellado a prueba de plomo y excomunión. Las habitaciones, para evitar suspicacias entre cardenales, así de entrada, han sido sorteadas, y algunas ventanas, oscurecidas.

Al blindaje físico que garantizarán los 80 sellos colocados en todos los accesos al cónclave —además de los que ya tienen las dos habitaciones de la primera planta que ocupaba Francisco y que permanecerán así hasta que haya un sucesor—, se une el juramento de confidencialidad que han tenido que prestar todos aquellos, laicos y religiosos, que asistirán a los cardenales o garantizarán el funcionamiento de las instalaciones. Una cláusula que, más allá de sanciones legales, podrá conllevar la excomunión y que, en la tarde del lunes, cumplimentaron todos delante del cardenal camarlengo, el irlandés Kevin Joseph Farrell. No se libró nadie, desde los que ayudan en misa a los médicos, el personal de limpieza o de cocina.

Secreto absoluto

El secreto tiene que ser absoluto sobre todo aquello que tenga que ver “directa o indirectamente” con las votaciones. Por supuesto, los teléfonos móviles están prohibidos y la única posibilidad de volver a casa dependerá de que la fumata sea blanca. Para eso, como dijo hace unos días el arzobispo Ignazio Sanna, comisario papal de la abadía de Farfa (Rieti), “los cardenales tendrán que llegar tarde o temprano a un acuerdo, porque el Espíritu Santo inspira, pero no vota”.

Lo que sí queda claro, a poco que se pasee por los alrededores del Vaticano —con especial atención a bares y restaurantes—, es que el duelo por el papa Francisco ya ha pasado a mejor vida, y ahora lo que llena las conversaciones es quién puede ser y quién no su sucesor, además de las confidencias y chascarrillos que surgen de unas vísperas que ya empezarían a hacerse largas si no fuera porque algunos cardenales, sobre todo italianos, le echan picante al asunto.

Las anécdotas más celebradas —al nivel de poderse convertir en escenas de una película de Paolo Sorrentino— son las del arzobispo Anselmo Guido Pecorari, que a sus 79 años ya no aspira a entrar en el cónclave, pero sí a pasear por Roma a los cardenales que llegan de lejos. Y luego, claro, a contarlo. Desde la anécdota inocente de unas alcachofas compartidas con el cardenal Mario Zenari, nuncio apostólico en Siria —“allí no se encuentran alcachofas así”—, a la del cardenal del minibar o, sin duda la mejor, la que tiene como protagonista al cardenal español Santos Abril. “Es un apasionado del tenis”, contó el arzobispo Pecorari al periodista Fabrizio Caccia, “pero odia perder, y por eso se le ocurrió un truco: cuando el partido va mal hace una señal a su asistente, quien unos segundos después entra en la pista y lo interrumpe diciéndole que tiene una llamada urgente de teléfono, así el set está a salvo…”.

Los cardenales italianos, la prensa italiana y los italianos en general están convencidos de que después de tres papas extranjeros —el polaco Karol Wojtyla, el alemán Joseph Ratzinger y el argentino Jorge Mario Bergoglio— ya va siendo hora de que el próximo pontífice sea italiano. No añaden “un papa como Dios manda”, pero se ve que lo piensan.

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