No es solo la crisis económica, la política exterior, o el debate sobre la inmigración. El principal problema de Friedrich Merz, que el martes se convertirá en el décimo canciller desde la fundación de la República Federal en 1949, se llama Alternativa para Alemania.
Al calificar el viernes de “extremista de derechas” a este partido conocido por las siglas AfD, los servicios de inteligencia doméstica alemanes marcaron la agenda de la primera semana del democristiano Merz. Y le recordaron una realidad desagradable. La primera fuerza de oposición —más de 10 millones de votos (el 20,8%) en las elecciones de febrero, 152 escaños— se sitúa, según el dictamen oficial, en los márgenes ideológicos de la sociedad, y algunos de sus postulados son “incompatibles” con la democracia. Es más: muchos temen —el nuevo canciller, el primero— que, si nada lo remedia, dentro de cuatro años este partido se convierta en el más votado.
Que AfD será un dolor de cabeza para Merz desde el minuto cero, lo demostraron las reacciones desde Estados Unidos al dictamen de la Oficina Federal para la Protección de la Constitución, el significativo nombre que recibe la inteligencia doméstica en Alemania. “Esto no es democracia: es una tiranía disfrazada”, disparó el secretario de Estado, Marco Rubio. El vicepresidente J.D. Vance, después de aludir a los sondeos que ya sitúan en cabeza a este partido, comentó: “Occidente derribó unido el Muro de Berlín. Y lo han reconstruido: no los sóviets ni los rusos, sino el establishment alemán”. El magnate trumpista Elon Musk difundió un mensaje en X, su red social, que enumeraba a dirigentes de esta órbita ideológica que, en Brasil, Rumanía, Francia o Alemania, denuncian ser objeto de persecución judicial o administrativa. Y apostilló: “Tiranía”.
En Alemania, estas declaraciones provocan desconcierto y pesar. Al menos, en la parte occidental de este país, que considera que aprendió con EE UU lo que era la democracia tras los 12 años de nacionalsocialismo. Ahora los alemanes escuchan como la antigua potencia protectora les regaña: No sois democráticos, sois una tiranía. Al actual Gobierno, el del canciller socialdemócrata Olaf Scholz, le quedan tres días de vida, y por eso la respuesta a los misiles retóricos de Washington se ha limitado a un mensaje en X: “Esto es una democracia… Hemos aprendido de nuestra historia que hay que frenar el extremismo de derechas”.
¿Qué hacer? ¿Cómo impedir que AfD siga subiendo en los sondeos y acabe ganando elecciones? “La mejor defensa contra AfD será la eficacia del Gobierno en la nueva mayoría entre la Unión Democristiana/Unión Socialcristiana y el Partido Socialdemócrata con sus nuevas iniciativas”, dice el veterano historiador Étienne François, afincado desde hace décadas en Berlín. “Me parece del todo pertinente decir que AfD es de extrema derecha. Pero añadiría que esta calificación se aplica ante todo a la dirección del partido, a sus miembros activos y a su estructura. No creo que valga para todos aquellos que votan por este partido o lo apoyan”. Y añade: “Las personas en porcentualmente más apoyan a AfD son ante todo los habitantes de la Alemania del Este, que se sienten decepcionados, incluso engañados, por la manera en que se hizo la reunificación alemana”.
Los servicios de inteligencia han corroborado la centralidad, en este movimiento que lideran Alice Weidel y Tino Chrupalla, de lo que en alemán se denomina völkisch, un nacionalismo étnico con raíces en el romanticismo decimonónico. A esta ideología se asocian conceptos como el “re-emigración”, central en la campaña de AfD. “Es el punto clave”, resume Marcus Bensmann, periodista de Correctiv, la publicación que en 2024 desveló la reunión en Potsdam en la que miembros de la extrema derecha alemana debatieron planes para la expulsión masiva de extranjeros, y autor del libro Niemand kann sagen, er hätte es nicht gewusst. Die ungeheuerlichen Pläne der AfD (Nadie puede decir que no lo sabía). “No se trata de que sea una política dura de ley y orden en materia de inmigración”, precisa. “Estas demandas son constitucionales, pero se vuelven problemáticas cuando parten de la idea völkisch y llegan a cuestionar la condición de ciudadanía”.
La gran discusión tras la decisión de la Oficina Federal para la Protección de la Constitución es si puede prohibirse AfD. Si, en efecto, este partido tiene “una idea del pueblo, basada en los orígenes étnicos, que devalúa grupos de población enteros en Alemania y viola su dignidad humana”, ¿tiene su lugar en el espacio democrático? Alemania es lo que se denomina una “democracia defensiva”. Es decir, dotada de los instrumentos para excluir a quienes amenazan o atacan el orden constitucional. Pero ¿puede excluirse una opción política con apoyos masivos, aunque realmente vaya contra legalidad, aunque busque destruirla?
Merz deberá decidir si apoya un nuevo intento para ilegalizar AfD. “Ellos quieren otro país, quieren destruir nuestra democracia”, ha declarado el futuro vicecanciller, el socialdemócrata Lars Klingbeil. “Y nosotros debemos tomárnoslo en serio”. No es sencillo y hoy no hay mayoría. Deberían solicitarlo el Gobierno federal, el Bundestag o el Bundesrat (la cámara donde están representados los Estados federados, los länder), pero decide el Tribunal Constitucional. “¡La prohibición de AfD no resuelve el problema!”, titulaba el sábado su editorial el diario Bild. Si el Constitucional rechazase la petición de prohibirlo, dice, la coalición de gobierno saldría trasquilada y sería una victoria para la extrema derecha. Si la aceptase, “el partido desaparecería, pero no sus millones de votantes”.
La otra cuestión es si no solo la prohibición, sino decisiones como la de clasificar a AfD como “extremista de derechas” contribuyen a contener a estos partidos. O si, al contrario, alimentan el victimismo y los refuerzan. En Alemania o Francia, el frente republicano o el cortafuegos —nombres que respectivamente recibe el cordón sanitario, la exclusión de alianzas de gobierno con partidos extremistas, o la unión del resto de fuerzas para derrotarlas— han impedido que gobiernen. Pero no que suban a cada elección.
Al mismo tiempo, las medidas contra políticos o partidos de extrema derecha resucitan el concepto de lawfare —la guerra por medios judiciales— que antes usaba la izquierda española o latinoamericana, o los independentistas catalanes. Ahora lo invoca la extrema derecha. Y sirve para señalar tanto a los jueces franceses que condenaron a Marine Le Pen por malversación de fondos públicos, como al Tribunal Constitucional de Rumanía, que anuló las elecciones por supuesta financiación ilegal de la campaña de Calin Georgescu, e intervención rusa a su favor. También, para apuntar al servicio de inteligencia alemán. “Hay un punto en común entre los tres”, sostiene, en un correo electrónico, el constitucionalista Dietrich Murswiek, “y es que el Estado tiene un impacto masivo en las posibilidades de éxito electoral de partidos y políticos”. ¿Lawfare? ¿O el Estado derecho funcionando, la democracia defendiéndose a sí misma y los políticos malversadores rindiendo cuentas, sin privilegios?
Al teléfono, el diputado de AfD Malte Kaufmann responde a la pregunta sobre si el dictamen de la inteligencia doméstica ayuda o daña a su partido, y dice: “Ambas cosas”. Explica que funcionarios, policías o profesores en la escuela pública temen seguir militando en AfD o entrar a militar, por miedo a que se les aparte. “Es una medida draconiana, y por eso recurriremos en los tribunales. No queremos llevar este estigma”, dice Kaufmann. Pero matiza: “Que esto tenga efectos negativos en los resultados electorales o en los sondeos, lo dudo. Muchas personas más bien se solidarizan con nosotros y dicen: Son tendencias peligrosas. Lo que se está haciendo es antidemocrático y por eso apoyaremos a AfD”.
Bensmann, de Correctiv, ve una oportunidad en el momento actual. Cree que en AfD, forzada por el dictamen de los servicios de inteligencia, podría abrirse un debate para alejarse de las ideas völkisch o etnonacionalista “una lucha ideológica de poder con un carácter domesticador”. A fin de cuentas, es esta ideología lo que ha valido el calificativo oficial de “extremista de derechas” y lo que amenaza con dejarlo fuera de juego. También podría quedar fuera de juego, según el citado periodista, por su afinidad con Rusia o por la solidaridad que recibe de EE UU. En Canadá, con la victoria esta semana de los liberales, se ha evidenciado el efecto contraproducente para las derechas populistas del apoyo de Donald Trump.
“La cuestión”, dice Bensmann, “es si es capaz de corregir por sí sola estos errores, o si se mantendrá fuera del espectro democrático”. Es la cuestión que determinará, en gran parte, la legislatura de Friedrich Merz.
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