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El Papa que no vio jugar a Messi

En la calle de Roma no se habla de otra cosa estos días. Ha muerto el Papa, claro. Pero desde la otra orilla del Tíber emana un foco de espiritualidad alternativo donde lo que preocupa es la jornada. El funeral de Francisco reunirá el sábado a decenas de jefes de estado y paralizará la ciudad en una celebración inédita desde hacía más de un siglo. El féretro recorrerá Roma porque pidió ser enterrado en la basílica de Santa Maria Maggiore. Y todos los partidos previstos para ese día deberán aplazarse 24 horas. Los clubes afectados, agotados en la recta final de temporada, han echado cuentas y al Inter, un líder desfondado, no le salen por ningún lado. El equipo de Inzaghi, que jugaba el sábado contra la Roma, contaba con ese cojín para llegar tan descansado como su rival al encuentro del miércoles con el Barça, que se juega la Copa del Rey el sábado contra el Real Madrid. Justicia divina, podría pensarse, por la jugarreta del volcán islandés que desgastó al Barça en un largo viaje en autobús hasta Milán la última vez que se vieron en unas semifinales de Champions.

Casi nada es casualidad en el Vaticano, donde el rumor del fútbol tiene un peso determinante también cada domingo en los apartamentos de obispos y cardenales. Aunque, a veces, sea por omisión. A Francisco, por ejemplo, siempre se le atribuyó una afición algo borrosa, un complemento perfecto a su campechanía de barrio. Socio honorífico del San Lorenzo de Almagro, creció bajo el influjo de un progenitor fanático de los cuervos. De pequeño, contaba, solía ir al estadio con toda la familia y de camino al Viejo Gasómetro, su padre dejaba un tarro de cristal en una pizzería cercana. De regreso, aunque hubiesen palmado, recogían el recipiente lleno de caracoles con salsa picante y una pizza a la piedra humeante. El fútbol es la infancia y, cuando envejecemos, también el recuerdo de los padres. Y aquello duró hasta que al suyo, celebrando un gol una tarde en el estadio, le dio un infarto y murió algunos días después en su casa. Dios no revisa sus decisiones en el VAR, y Francisco se distanció del fútbol. No solo en la cancha.

Bergoglio siempre entendió el sacrificio como una forma de pasión y en 1990, cabreado por la sordidez de una retransmisión, prometió a la virgen del Carmelo que no volvería a ver la televisión. “Me levanté y me fui. Como si Dios me dijera que aquello no era para mí”, cuenta en su autobiografía. Y si aceptamos que solo la incumplió el día de los atentados del 11 de septiembre y en 1999 con motivo del accidente aéreo en Buenos Aires, querría decir que los últimos 35 años no ha podido ver un solo partido. Es decir, el argentino más ilustre de los últimos tiempos —y quizá el único argentino— no ha visto un solo partido de su compatriota Messi, el mejor de la historia, con permiso de Dios. “A veces me preguntaban si me sentía más el Messi o el Mascherano de los papas. Pero yo no lo sabía porque no había visto ningún partido”, confesaba.

Bergoglio se desconectó del fútbol para siempre. Sabía solo de ese deporte por los actos que organizaba el Vaticano con futbolistas y entrenadores. Pero un guardia suizo le dejaba después de cada jornada y durante años los resultados del San Lorenzo encima de la mesa, para que los leyese como si no fuera con él la cosa. El sábado no habrá jornada en Italia y volverán las polémicas. En el apartamento del Papa, en la austera residencia de Santa Marta, que seguirá precintado hasta la elección del siguiente pontífice, a nadie le importará ya el lunes cómo quedó este fin de semana el San Lorenzo con el Rosario Central.

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